Su primera muerte fue el jueves 18 de agosto de 1988. Ese día Marcos Sotelo terminó de almorzar, dormitó un rato y caminó hasta el vestíbulo, como hacía cada siesta. Ahí estaba Ricardo, su padre, subido a una moto encendida. Le preguntó si había guardado el cuaderno en la mochila, y él asintió con la cabeza. Después trepó al  ciclomotor.

- Agarrate -le dijo el hombre, y partieron de su casa de rejas bajas, localizada en la ciudad de Yerba Buena, rumbo al este. Era la hora del día en la que las calles quedan desiertas. La moto iba segura, despacio, solitaria. Hasta que, unas cuadras antes de su destino, un camión apareció tras ellos. Marcos sintió un súbito peligro. El coche los sobrepasó y se atravesó. El padre intentó girar, la moto derrapó y ambos fueron arrojados al cemento.

Marcos iba a cumplir 12 años. Estaba tendido en el piso, boca arriba, aturdido. Le dolía la cabeza. Ricardo, ileso, se había  arrodillado junto a él. Todavía hoy, Marcos conserva en la memoria retazos de lo que pasó luego. Vio al chofer del camión. Vio un gentío. Vio dos hombres acarreando un cartel de rotisería. Vio unos socorristas voluntarios levantándolo a pulso y acostándolo sobre el letrero. Vio un auto.

Después vinieron los médicos y las enfermeras. Marcos ignora cuántas veces lo condujeron ese día por un pasillo, desde la guardia hacia la sala de radiografías, y viceversa. 

Tactactactactac. Sonaban las ruedas de la camilla golpeteando el piso irregular. Cuando cayó la noche, cesaron de radiografiarlo. Y de un momento a otro se le reveló el tamaño de su desgracia: primero dejó de sentir los pies, después las piernas y, finalmente, la insensibilidad alcanzó el pecho. Entonces, Marcos supo lo que es morir y volver a nacer.

- Ahí empezó mi vida con una discapacidad.

***

Hay un barrio modesto, hay una casa de rejas bajas, hay una mesa de comedor rectangular. Y en un extremo de la mesa hay un hombre en una silla de ruedas. Habla con los brazos cruzados sobre el pecho inflado, como suele hacerlo el futbolista Diego Maradona. El hombre es Marcos. Han pasado más de dos décadas desde aquella tarde aciaga. Tiene ahora 37 años y durante todo este tiempo ha debido aprender muchas cosas. Y cuando Marcos -ojos oscuros, dramáticos y ensimismados- dice muchas cosas, piensa en aquel niño que jamás volvió a ponerse de pie. 

Después piensa en la andadura permanente por los hospitales. En las obras sociales que transformaron lo ocurrido en un castigo. En los fisiatras que intentaron enseñarle a pasar del piso a la silla, a rastras. Del inodoro a la silla, a rastras. De la cama a la silla, a rastras. Y en el equipo de básquet en silla de ruedas de un complejo deportivo, al que se incorporó a los 14 años. Con ellos, Marcos encontró la oportunidad de sobresalir. En 1996, vistió la camiseta de la selección argentina de básquet en silla de ruedas en los Juegos Paralímpicos de Atlanta. Eso sí, aunque les haya anotado 29 puntos a los japoneses en unas olimpíadas, arriesga demasiado cuando anda por su tierra. 

Es que donde él habita casi no hay veredas. Cualquiera que haya nacido ahí sabe que, en general, la gente se acostumbra a ello. Pero cuando te faltan las piernas, la

ciudad sin veredas hiere las manos. Acalambra los músculos de los brazos. Extenúa, maltrata, discrimina. 

Marcos piensa en el banco estatal donde cobra su sueldo. Para entrar, tiene que aguardar a que alguien se compadezca de verlo detenido bajo las escalinatas, con las mandíbulas apretadas, porque no hay ninguna rampa.

- ¿A quién te gustaría sentar en una silla de ruedas?

- A todos. Nadie está exento de una discapacidad. ¿Viste el escalón del umbral?

- No.

- Es pequeño, debe tener unos tres centímetros. Vos ni te diste cuenta de que está ahí, pero para mí es una complicación. Imaginate lo que significa subir o bajar un cordón.

El sol entra a través de la puerta del comedor y hace resplandecer el alumnio de la silla de ruedas. Claudia, la madre, se acerca y ofrece café. Su marido está afuera, en el porche, con las perras Fiona, Daisy y Lola. Desde hace un rato se empeña en arreglar uno de los tres coches de la familia. Uno de esos autos ha sido adaptado para que el hijo conduzca hasta su trabajo, situado a unas cuadras, en una comisaría. Tiene una caja de cambios automática y unas palancas de freno y de arranque colocadas al alcance de la mano.

Para subir al vehículo, Marcos tiene que pasarse, primero, desde su silla hacia el asiento del acompañante. Luego debe quitarle las ruedas, una a una, y dejarlas en la butaca trasera. Después, tiene que colocar las palmas hacia abajo, apoyarse en ellas y arrastrarse hasta el lugar del conductor. 

- Estuve tres años viendo cómo hacerlo. Y me resultó más fácil aprenderlo que salir en silla de ruedas por Yerba Buena -dice. Pero Marcos no se queda en su silla a dolerse. Prefiere ser el protagonista de una quijotada, y no el de un drama. Para ponerse de pie ante el mundo no necesita que sus pies talla 39 lo sostengan.